Domingo 3 de octubre.
Voy camino al metro, como cualquier otro día. Mi reproductor
de música, de una manera extraña, escoge perfectamente cada canción que deseo
escuchar sin necesidad de programarla.
Las boleterías del subterráneo están tan alborotadas como
siempre.
“En estos momentos me alegro de todavía ser estudiante”,
pienso.
Mientras hago la fila para pasar por el torniquete veo a
alguien que me resulta familiar, pero claro solo veo su espalda. Ella se
encontraba dos personas por delante de mí. No quería perder mi lugar a causa de
una corazonada y, sinceramente, no me gusta encontrarme de improviso con gente
que conozco, así que espero mi turno para pasar la tarjeta. Sin dejar de mirar
a la conocida desconocida; acerco el rectángulo anaranjado al torniquete, emite
el peculiar sonido, reviso despreocupadamente el saldo restante, paso por el
famoso torniquete y sigo a la enigmática chica de verde.
Al bajar la escalera hacia el andén me percato que sí conozco a esa chica, pero
hay algo distinto en ella, muy distinto.
Su nombre es Lorna suele ser la típica chica otaku; generalmente vestida de ropas negras, delineador del mismo
color en sus verdes ojos, bolso adornado con parches y calcomanías de sus
grupos favoritos del país del sol naciente, además de animes.
Ella solía ser así, pero ahora parece ser una chica normal
bajando la escalera despreocupadamente para, talvez, ir a ver a sus amigos en
alguna estación cercana, o volver de un día común y corriente a su casa. Vestía
un suéter verde, blue jeans desgastados en los muslos y zapatillas converse de
color rojo, sí definitivamente no era aquella chica otaku que en el pasado
conocí.
Antes de poder acercarme a ella, me mira, sonríe y dice mi
nombre. Me espera a que esté en su mismo peldaño. Bajo sin apuro, la sonrisa
sigue en sus labios. Al llegar me abraza como si nos conociéramos de toda una
vida preguntando de modo apresurado cosas que sólo un amigo habitúa a
preguntar. Extraño, ya que ella nunca fue una amiga para mí y tampoco yo para
ella. Pero que más da, nunca es malo encontrar a alguien para acortar una
tediosa ida en metro.
Respondo a sus preguntas, mientras bombardeo con otras y
así.
Estuvimos conversando horas y no, no nos subimos a ningún
tren, en vez de eso nos sentamos en la
banca de los andenes a contestar, sin miedo, cada una de las consultas que nos
iban surgiendo acerca el otro. En un momento determinado de la conversación su
sonrisa comienza a desaparecer, pero aún así puedo ver que mantiene el ánimo
inicial de “amigos”.
Le hablo animadamente de algo en particular. Ella se para
pero yo sigo hablando. Se posiciona frente a mí, yo sigo hablando. Luego dice
“Me tengo que ir” yo freno en seco pero no por sus palabras, sino por el gesto
que hizo a continuación de terminar la frase. Al mismo tiempo que llegaba al andén
un nuevo tren, ella pone su mano izquierda a la altura de su ojo derecho y
desliza su mano como quien cierra una cortina y eso es lo que pasó.
En frente de mis ojos ella desaparece atrás de una cortina
amarillenta adornada con simples flores marrones. Miro hacia donde estoy
sentado y ya no eran las coloridas bancas del metro, sino que era una camilla
de hospital. Miro otra vez hacia donde, supuestamente, Lorna debería
encontrarse pero solo veo un incontable número de flores. Mis cejas se arquean
y siento que algo calido y suave toca mi mejilla derecha por unos segundos. Al
separarse de mi mejilla escucho un pequeño sonido “un beso”, pienso “¿pero de
quién?”
Giro mi cabeza tan rápido que me duele el cuello. Lo que veo
no es algo que me agrade, más bien es algo… alguien, que no quería ver en ese
momento o en cualquier otro momento. Con mi sorpresa y aún mirado a esa persona
me corro un poco hacia la izquierda sin moverme de mi posición y digo su nombre
con duda y algo de extrañeza. “¿Vicente?”
Vestido como usualmente lo hace; zapatillas claras, jeans azul pálido, polera
gris con una camisa blanca manga corta encima y, para mi sorpresa, un collar
que le di en nuestros primeros meses de noviazgo: una medalla de la Virgen
María con un lazo de color negro, el regalo de mi graduación. Pero algo
resaltaba en sus ojos, los tenía un poco más abiertos de lo normal, como si
estuviera en constante alerta.
Manteniendo mi sorpresa y mi distancia le pregunto
“¿Vicente, qué haces aquí?”
Su repuesta fue tan sorprendente como el beso en mi mejilla
“Perdóname”, dice.
Yo quedo pasmado sin saber exactamente a que se refiere o
que tiene que ver eso con mi primera pregunta. Antes de que yo pueda abrir otra
vez mi boca para poder preguntar él se adelanta “En serio, perdóname.” Se
acerca para darme otro beso en la misma mejilla con la misma expresión:
hipnotizado. Aún sigo con la espalda curva intentando alejarme de él y con mi
cara sorprendida. “Me equivoqué. Sé que hice mal, por favor perdóname.”
Desencorvo mi espalda. Ahora en vez de estar a un metro de él estoy a noventa
centímetros. Cierro mis ojos y medito. “Creo saber a que se refiere, pero
necesito estar seguro”. Sin abrir los ojos giro mi cabeza hacia Vicente y
comienzo a hacer la pregunta “Es por--” me veo cortado por sus labios que
estaban pegados a los míos. Los mueve lentamente, pidiendo permiso. Mis labios
le dan la respuesta, permiso concedido.
----
No sé que pretende mi subconsciente cambiando personas que yo sé que no han
cambiado o poniéndome en estas situaciones que más que placer me causan
incomodidad. Lo quiero, pero no de esa manera. Él fue. Nosotros fuimos. No veo
de alguna manera el “seremos”.
Tuvimos la oportunidad. La oportunidad era, no lo es más. Él
está con otro, yo prendo lo mismo.
Y sé que si algún día nos encontramos en la calle, se va a
arrancar como la última vez…
Al menos que haya madurado.